Pere
Estupinyà, 2010
Quizá fue resolviendo
problemas de física en el nucleus accumbens es el verdadero centro del placer
en el cerebro. Cuando comes, bebes, haces el amor, practicas deporte, o
realizas cualquier acción que permitió a tus antepasados sobrevivir y dejar
descendencia, te recompensa con una sensación de bienestar inmediata. Es el
premio que nos incita a repetir dicha actividad siempre que sea posible.
Esta brújula de la supervivencia se encuentra
integrada en lo más profundo de nuestro cerebro, en un conjunto de estructuras
primitivas llamado sistema límbico cuya principal función es explicarnos
mediante las emociones qué nos resulta positivo, a qué debemos tenerle miedo,
qué olor nos generará repulsión, o cuándo merece la pena estar triste.
Luego, gracias a nuestra moderna corteza cerebral,
podemos decidir si le hacemos caso o no, pero ese instinto primario es la
información básica de la que partimos, codificada poco a poco a lo largo de
nuestra historia evolutiva.
Siempre que la parte instintiva y la racional formen un buen equipo y ninguno
tome el mando por completo, todo se mantendrá en un relativo orden. Durante
mucho tiempo lo conseguí.
Pero algo extraño me sucedió hace sólo un par de
años, durante la etapa que pasé en Estados Unidos becado por el MIT, consumiendo
fuertes dosis de ciencia en estado puro. El nivel de satisfacción que
experimentaba al conversar con los científicos, visitar sus laboratorios,
explorar sus métodos de trabajo, descubriendo anécdotas o asimilando fenómenos
complejos, era muy superior a lo normal Y, además, las dosis eran cada vez más
frecuentes. En lo más interno de mi cerebro, las neuronas del área ventral
tegmental debían de estar segregando cantidades inusualmente altas de dopamina
en dirección al nucleus accumbens
“porque cada vez buscaba con más insistencia
rodearme las veinticuatro horas de fuentes de conocimiento científico. Al
principio no me pareció un problema; me sentía eufórico y encantado de la vida,
pero empezó a preocuparme cuando advertí que estaba perdiendo interés por el
resto de las actividades cotidianas. Las prisas por abarcar el máximo de
ciencia posible hacían que introdujera alimentos en el estómago sin ninguna
búsqueda de satisfacción a cambio, abandoné actividades recreativas que antes
solían distraerme, otros tipos de información no científica llegaron a
parecerme banales, e incluso el instinto reproductor se manifestaba en menos
ocasiones y solía verse estimulado en momentos de euforia científica.
Me estaba enganchando. Mi cerebro estaba generando
dependencia a la ciencia. Abrumadas por las elevadas dosis de dopamina que
segregaba, las neuronas del circuito del placer habían reducido su cantidad de
receptores celulares para no permitirme sentir un nivel de satisfacción
constante. La brújula de las emociones sólo funciona bien cuando alterna
momentos de bienestar con otros de indecisión; si fuera de otra manera, no
serviría para orientarnos. La consecuencia final fue que la ciencia se
convirtió en lo único que lograba darme verdadero placer. Me estaba transformando
en un cienciahólico
Si en ese momento hubieran analizado la actividad
de mi cerebro con técnicas de neuroimagen, posiblemente habrían observado lo
mismo que les ocurre a los enamorados o los ludópatas cuando observan las
fotografías de su pareja o las máquinas tragaperras —o, en mi caso, ciencia—:
la actividad cerebral aumenta en las áreas relacionadas con el deseo, y
disminuye en las implicadas en el autocontrol, la toma de decisiones y la
interpretación más racional del entorno que nos rodea.
De acuerdo, reconozco que quizá mi cerebro está
utilizando ese viejo truco de sobredimensionar experiencias específicas del
pasado, y estoy exagerando mis recuerdos. Ni en los momentos de máximo fervor
científico el placer que sentía al entrar en un laboratorio debía de ser muy
diferente al que puede experimentar un forofo del fútbol cuando va al estadio,
un apasionado del arte cuando explora un nuevo museo, o un amante de la alta
cocina cuando visita un nuevo restaurante.
Posiblemente no pasó de una obsesión sólo enfermiza
en momentos puntuales; pero esta reconstrucción desenfadada del proceso de
adicción me parecía una buena analogía para recoger algunas de las maneras de
estudiar el cerebro de las que hablaré en las próximas páginas de este libro.
Por un lado, el circuito placer o recompensa es un
vestigio evolutivo que muestra cómo la selección natural ha ido condicionando
nuestro comportamiento además de nuestros cuerpos, y permite exponer el eterno
debate sobre hasta qué punto somos dueños de nuestras acciones.
Por otro, comprender la química que regula la
actividad cerebral nos ha conducido a diseñar fármacos como el Prozac, que
bloquea los canales de recaptación de serotonina al final de las neuronas para
así aumentar la cantidad de este neurotransmisor en el espacio sináptico y
disminuir la tristeza en los pacientes afectados de depresión. Pero, sin duda,
en un futuro cercano iremos mucho más lejos y la neurofarmacología permitirá
diseñar sustancias que no sólo corrijan los cerebros maltrechos, sino que aumenten
las capacidades de los sanos. El concepto de normalidad está en entredicho.”
Y la otra gran revolución llegó con la capacidad de
observar el funcionamiento del cerebro en tiempo real Más allá de las
aplicaciones médicas, los escáneres de resonancia magnética funcional están
siendo utilizados para investigar lo más profundo de nuestra personalidad.
Algunos auguran que las imágenes cada vez más precisas de la actividad del
cerebro podrán ser utilizadas para medir nuestra valía en ciertos trabajos,
predecir los productos que vamos a comprar, detectar conductas inapropiadas, o
llegar a exculparnos en un juicio si detectan que nuestras fechorías no son
atribuibles a la voluntad, sino a una programación cerebral defectuosa.
No es ciencia ficción. Tras muchos siglos
estudiando el cerebro ahora tenemos unas herramientas que permiten no sólo
entender la base de nuestro comportamiento, sino también llegar a predecirlo y
modificarlo.
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