Pere Estupinyá
En
1966 el neurocientífico Richard Gregory hizo famosa la siguiente frase
aparecida en su libro Ojo y cerebro: «Una de las dificultades para comprender
el cerebro es que es poco más que un grumo de papilla espesa». Comprendí el
pleno sentido de esta expresión durante un curso de neuroanatomía en el que nos
llevaron a un laboratorio del MIT diseccionarlo. Cuando pones ese pedacito de
carne en la palma de tu mano y lo observas detenidamente, no puedes dejar de
sorprenderte y pensar: funciones de su cuerpo, siente dolor, o coordina sus
movimientos… Decides aceptarlo porque no se te ocurre ninguna alternativa
mejor, y tarea.
Lo
primero que hice fue mirarlo desde atrás, coger el trocito de tronco cerebral
que quedaba de su conexión con la médula espinal y bajarlo para que el cerebelo
sobresaliera y pudiera ser cortado con más facilidad. El cerebelo se encuentra
justamente detrás de los hemisferios, y su principal tarea es la coordinación
de movimientos, el mantenimiento del equilibrio, y el aprendizaje de
habilidades motoras. Cuando alguien sufre alguna lesión en él, es incapaz de
moverse correctamente o calcular distancias, pierde masa muscular, se tambalea,
y cae con frecuencia. Quizá una de sus principales curiosidades es que, a pesar
de representar sólo el 10 por ciento del tamaño de todo el encéfalo, posee el
50 por ciento de sus neuronas.
Una
vez retirado el cerebelo, el siguiente paso fue cortar minuciosamente las
fibras que conectan el hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho del
cerebro, y separarlos poco a poco para observar qué escondían debajo de ellos.
Lo primero que ves son cuatro estructuras ovaladas con una especie de apéndice
en medio. Las dos más grandes y centrales son el tálamo, la zona que recibe
toda la información de los sentidos —a excepción del olfato—, y se encarga de
enviarla al córtex cerebral. Las dos menores son los colliculus, relacionados
con la percepción del movimiento y el campo visual Entre ellos y el tálamo
sobresale un enigmático apéndice. Se trata nada más y nada menos que de la
glándula pineal, cuya posición tan central hizo que René Descartes la definiera
como el lugar donde residía el alma humana, el espacio donde el espíritu se
unía con el cuerpo. Sorteando el erróneo dualismo cuerpo-mente de Descartes, la
verdad es que ese casi insignificante cono rosáceo está implicado en el desarrollo
sexual, la hibernación de los animales y la regulación de nuestro metabolismo,
y es donde se produce la melatonina, una hormona que controla los ciclos
circadianos del cuerpo que regulan el sueño y la vigilia.
Uno
ya tiene ganas de empezar a diseccionar los hemisferios; pero antes conviene
prestar un poco de atención a la parte que comunica el cerebro con la médula
espinal. Suele pasar inadvertido, pero el tronco cerebral, además de ser un
canal de fibras nerviosas procedentes de todos los rincones de tu cuerpo,
también es el que regula la respiración, el ritmo cardíaco y la sensación de
dolor. Ya no puedes más. Está muy bien analizar las áreas que hacen funcionar
la máquina, pero los hemisferios están allí esperándote sobre la mesa para
mostrarte dónde se esconden las preciosas funciones cognitivas.
La
primera instrucción es separar con cuidado una capa con forma de lengua situada
en la parte inferior del cerebro. Se trata del hipocampo, y es donde ahora
mismo estáis guardando temporalmente las frases que vais leyendo. El grado de
emoción que os susciten dichas frases hará que dentro de quince minutos se
hayan consolidado de manera más o menos fuerte en otras áreas del cerebro, pero
es la memoria temporal controlada por el hipocampo la que nos permite ir encarrilando
una acción después de otra, o retener durante unos segundos el número de
teléfono que nos acaban de dar. El hipocampo forma parte del sistema límbico,
la parte más profunda y primitiva del cerebro. Ahí es donde se regulan las
emociones básicas, la fuente del deseo, la agresividad, el miedo o la
repulsión. En los últimos años los neurocientíficos están concluyendo que esta
dicotomía entre emociones límbicas y razonamiento cortical es mucho menos
nítida de lo que se pensaba, pero sin duda es ahí donde se alojan los instintos
más elementales que compartimos con el resto de los animales.
Cuando por fin llegamos al ansiado córtex
cerebral, una pequeña decepción se adueñó de todos los presentes. Nos podían
decir que con el lóbulo frontal se tomaban decisiones complejas, que la visión
se procesaba en la parte posterior del cerebro, el tacto en la zona central, o
que el lenguaje se situaba en el lado izquierdo, pero ya no resultaba tan obvio
distinguir módulos claramente diferenciados. La apariencia de ese grumo de
papilla espesa era más bien uniforme.
La
pregunta inmediata que a uno se le ocurre es ¿y entonces, cómo saben los
científicos con tanta precisión dónde está localizada cada función cognitiva?
Al fin y al cabo, parece fácil alterar el cerebelo de un ratón y ver qué
ocurre, pero averiguar en qué región se localiza el autocontrol, el
aprendizaje, o el sentido musical parece un poco más complejo.
Junto con estudios electrofisiológicos en
primates y animales de laboratorio, hasta hace poco una de las grandes
herramientas eran las lesiones cerebrales. Los neuroanatomistas no debían de
disgustarse demasiado cuando recibían un paciente que había sufrido un
accidente, o una embolia localizada en un área concreta del cerebro que iba
acompañada de una disfunción específica. Son famosos los casos del paciente H.
M. que tras una lesión en el hipocampo pasó toda su vida sin poder consolidar
los recuerdos. Era capaz de recordar varios aspectos de su vida anteriores al
accidente, y era consciente de lo que estaba haciendo en cada momento, pero al
cabo de unos pocos minutos olvidaba por completo dónde había estado, qué tarea
había realizado, o con quién había conversado. Asociando estos problemas a su
lesión, los investigadores pudieron ir escudriñando qué funciones albergaba el
hipocampo. Por otra parte, el papel de la corteza frontal en el control de
nuestros impulsos empezó a esclarecerse a mediados del siglo XIX, cuando una
barra de metal atravesó el cráneo de un trabajador de la construcción llamado
Phineas Gage. Su personalidad cambió por completo y pasó a comportarse como una
persona violenta, impulsiva, e incapaz de planificar nada a largo plazo. El
accidente le afectó el área del autocontrol. De esa época también datan los
estudios de Paul Pierre Broca, quien descubrió que varios pacientes con
problemas en el habla tenían lesionada una zona concreta del hemisferio
izquierdo del cerebro. Desde entonces, el área de Broca se estableció como una
de las principales regiones donde el cerebro procesaba el lenguaje.
Otra manera curiosa de identificar funciones
en el cerebro ha sido activar zonas específicas y ver qué ocurría. Recuerdo
vivamente cómo en un laboratorio de estimulación magnética transcraneal de
Harvard pusieron a pocos centímetros de mi cabeza una especie de paella
magnética que, al encenderse, activaba mi córtex motor y hacía mover mi brazo
hacia arriba de manera totalmente ajena a mi voluntad. La estimulación
magnética transcraneal se está utilizando como complemento en terapias contra
la depresión, la rehabilitación de áreas lesionadas tras accidentes
cerebrovasculares, el tratamiento de migrañas, la mejora de capacidades
cognitivas, y como herramienta de investigación básica para observar cómo
reacciona el cerebro cuando partes específicas se le encienden. Más
espectacular todavía son los experimentos en que la activación eléctrica de
zonas concretas de los lóbulos temporales del cerebro inducían experiencias
místicas a los voluntarios que los probaban. Incluso el éxtasis religioso
parecía estar localizado en un área del cerebro.
Sin
embargo, la gran revolución llegó a principios de la década de 1990 con las
imágenes de resonancia magnética funcional Significó un salto descomunal: por
primera vez se podía estudiar cómo funcionaban los cerebros normales, además de
los enfermos. El planteamiento básico de la fMRI es muy sencillo: cuando
utilizas una zona de tu cerebro aumenta el flujo de sangre en ella. Por lo
tanto, si eres capaz de medir estas variaciones de presión sanguínea mientras
realizas una acción determinada, sabrás qué parte de tu cerebro es la
responsable. Mientras escribo estas palabras un escáner de la fMRI mostraría
actividad en las zonas prefrontales de mi córtex y en las relacionadas con el
movimiento de mis dedos, mientras que durante vuestra lectura se encenderían
las partes relacionadas con la visión, entre otras.
La fMRI es lo que ha revivido esta
neofrenología por la que sabemos qué zona de nuestro cerebro es la responsable
de una capacidad cognitiva determinada. Esto ha abierto las puertas a
disciplinas emergentes como la neuroeconomía, que analiza nuestra toma de
decisiones, el neuromarketing, que investiga el comportamiento del consumidor,
la neuroteología, que estudia las zonas implicadas en las experiencias místicas
o religiosas, la neurofilosofía, que intenta responder preguntas básicas sobre
la naturaleza humana, y la neuroética, que pronostica cierta invasión de
nuestra propia personalidad y vigila las futuras aplicaciones de la información
que en el futuro pueda generar esta tecnología. Interesante. No podía leer
tantos artículos sobre la fMRI sin someterme yo mismo a un escáner para ver qué
eran capaces de averiguar sobre mi personalidad sin mi consentimiento.
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